El síndrome o Estocolmo
Tras
desesperadas noches de insomnio en las que la soledad lo manipulaba a su antojo
aprendió a amarla. A oscuras supo reconocer la ubicación exacta de sus puntos
erógenos cual si fuera un acupunturista que clava con precisión sus agujas. En
su imaginación la desvestía con morbosa lentitud y llegado el momento ahogaba
sus gemidos, añorando el momento en que le pidiera más. Noche tras noche. Pero
al llegar la realidad del día ella no lo reconocía.
Entonces la
indiferencia lo trastornaba. Si al menos le dedicara una mirada de desprecio le
haría comprender que notaba su presencia. Pero al pasar por su lado miraba como
mirando hacia la nada. Con los ojos vacíos, como el que mira sin ver.
Cansado de
sus desaires decidió secuestrarla.
Había
escuchado por ahí sobre el síndrome de Estocolmo. Que se llamaba así porque el
primer caso ocurrió en esa ciudad y que era infalible porque irremediablemente
la víctima se enamoraba de su secuestrador ya que se ponía en marcha un
intrincado aparato psicológico que funcionaba a la perfección.
Escogió el
momento adecuado y se la llevó a su casa.
La ató con
pañuelos de seda a los barrotes de la cama y se dedicó a ella por entero.
Sin
quitarle la venda de los ojos se esmeró para que aprendiera el tono de su voz y
dependiera de su vida para salvar la propia. Para que su presencia le fuera tan
imprescindible como respirar. Durante diez días con sus noches.
¿Cuál era
el tiempo estipulado para que el síndrome se gestara? No era una cuestión de
tiempo sino de la solidez del vínculo que lograran construir. Quiso creer que
era el momento de revelarse ante ella y
encontrar en sus ojos infinito agradecimiento por forzar esa aventura. Cuando
él descubrió sus ojos, ella lo reconoció y acercándosele lo más que pudo lo
escupió. Entonces el desprecio en su mirada le hizo comprender que algo había
fallado.
Quizás
fuera que el síndrome de Estocolmo sólo funcionaba en esa ciudad. Quizás fuera
que debieron pasar más tiempo juntos. Quizás fuera que la víctima no debía conocer
al secuestrador.
Al menos ya
no le era indiferente.
Un negro con doble apellido
Es noche
cerrada y a pesar de las advertencias, se mete en la calleja oscura.
Ulises es
morocho, negrito dirían algunos, oscurito según él y entiende que transitar por
esa barriada es casi una provocación. A pesar de vestir con elegancia y de
llevar el cabello engominado y mostrar modales de conde, sabe que no debe mezclarse
con los demás. Su porte de caballero y exquisito andar convencería a más de uno
de que se trata de un vecino más del lugar, si no fuera por el significante
detalle de que llegó caminando.
- Buenas
noches, mi nombre es Ulises Márquez Torreón. Vengo a la fiesta de los Vergara
Campos – le dijo al guardia de seguridad.
El
vigilador se fijó en la lista de invitados y como su nombre no figuraba decidió
consultar a su compañero.
- Fijate en
la lista del personal de servicio – le recomendó el otro.
- Sí acá
está – dijo señalando su nombre y agregó mirándolo de reojo – acá dice Ulises
Márquez solamente.
- Es que
Márquez Torreón ocupa mucho espacio – replicó Ulises.
- El
personal de servicio debe llevar esta credencial – le dijo el guardia e intentó
clavarle el alfiler en el saco.
- Yo mismo
lo pondré – se apresuró en decir al tiempo que le apartaba la mano. Luego con
mucho cuidado prendió la credencial en la solapa.
- ¿Ya tengo
permitido el ingreso?
- Sí, por
la puerta de servicio.
- Muchas
gracias caballeros – dijo inclinando la cabeza y se encaminó hacia la casa
murmurando para sí, mientras se quitaba la credencial - Haberse visto, un negro con doble apellido.
Papá y Noel
Se acercaba
navidad y papá había tomado un empleo nocturno de medio tiempo que sumado a su
trabajo habitual nos aseguraba que en nuestra mesa navideña no faltaría nada.
Con mi hermano, dos años menor que yo, habíamos decidido que aquella noche
estaríamos atentos a la llegada de Papá Noel. Nuestra intención era
sorprenderlo en el momento justo en que dejara los regalos. Aunque nunca nos
trajera lo que le pedíamos.
La noche
tan esperada había llegado. Minutos después de las doce le hice seña a mi
compañero de aventura para que me siguiera, aprovechando que los grandes
estaban distraídos con el brindis. Fuimos hasta el living y nos escondimos
detrás del sofá, allí esperábamos encontrar infraganti a Papá Noel. Pasados
unos minutos escuchamos unos pasos sigilosos que se acercaban hacia donde
estábamos e inmediatamente el crujido del papel celofán nos anunció que era el
momento indicado para salir del escondite.
Cuando nos
asomamos, en vez de encontrar a Papá Noel nos encontramos simplemente con papá,
tratando de acomodar los paquetes en los que figuraban graciosos cartelitos con
nuestros nombres. Al vernos se quedó paralizado como cuando jugábamos a los
encantados. Yo, que no salía de mi asombro, no pude articular palabra. Entonces
mi hermanito, de cinco años, que miraba todo con ojos alucinados fue quien
habló:
- Papá, si
nos hubieras dicho que trabajabas como auxiliar de Papá Noel te podríamos haber
ayudado a envolver los regalos.
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